martes, 26 de octubre de 2010

El Profugo


El prófugo

El sol avanza implacable desde el horizonte, consumiendo la oscuridad a su paso.  El prófugo se incorpora de su lecho improvisado de ramas y hojas, estira brazos y piernas como saludando a la mañana, parpadea intentando recordar, como cada mañana el por qué de su periplo por valles y montañas. Lo recuerda.

Sin más compañía que su sombra y los recuerdos de una vida que nunca volverá a ser la misma echa a andar luego de un mísero desayuno de hongos y agua de rio. La ropa holgada y harapienta le da un aire de chiste, sus zapatos son más bien dignos de lastima, sobre la cabeza un viejo sombrero de paja, agujereado y polvoriento, le protege del sol de mediodía.

Camino por un sendero que se perdía entre dos cerros, subido a una gran roca oteo los alrededores buscando algo que comer, su estomago gruñe furioso. Por más que busca no encuentra nada, el invierno y la sequia se han salido con la suya y solo logra ver un cóndor que surcando los cielos orgulloso parece burlarse de él.

Vienen a su mente pantallazos de aquella noche, el llegando a su casa, ansioso por ver a sus hijos, a su esposa, ansioso de abrazarlos, besarlos y decirles cuanto los había extrañado. Luego el silencio que había seguido a su llamado a la puerta, el momento en que su alegría se convirtió en preocupación, y luego cuando esa preocupación se convirtió en angustia.

Continua caminando, la mirada clavada en el suelo. La noche ya se insinúa, ha caminado todo el día, intentado escapar del pasado y la injusticia. El, que los vio morir en sus brazos, que estuvo con sus hijos en el momento del último suspiro, debe huir como una rata, cuando debería estarse vengando del culpable de su desgracia.

Otro recuerdo furtivo se le clava como un cuchillo en el pecho, su mujer, su hermosa flor, la luz de sus ojos, el sol de sus días, tirada en la cama ya sin una gota de vida, deshonrada y ultrajada con las marcas del desprecio en su piel. Aun podía verla, y la sangre comenzaba a hervirle en cuanto evocaba aquel instante donde juro venganza, una venganza que tarde o temprano llegaría.

Con un precio a su cabeza, vivía el día a día, su alma furiosa mantenía su frágil cuerpo con vida. En una bolsa mugrosa, envuelta en un trapo rotoso, la pistola aguardaba tranquila el momento de convertirse en el instrumento de la verdadera justicia. En la recamara, con destino fijado, una bala dormitaba tranquila, la misma bala que algún día en el corazón del traidor terminaría.

Al fin la noche acabo por llegar. Encendió un fuego y sentado frente a él rompió a llorar. Frente a un fuego como aquel, en su casa se solía sentar, su esposa leyendo novelas de amor, los niños pidiéndole que les cuente un cuento y afuera el frio que no le podía tocar. Se enjuago las lágrimas y desenvolvió la pistola que a la luz de las llamas tenía un brillo espectral.

En la cima de un cerro sin nombre, una cruz blanca corona el paisaje. Dicen que bajo ella yace el cuerpo de un prófugo de la ley, un tal Ricardo no se cuantos, que vivió en estos cerros como un animal por muchos años. Según dicen se pego un balazo. Parece que antes había matado a su esposa y a sus hijos. Dicen que era Montonero o algo así.

Gonzalo Bazzoni
17/09/2009

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